Comentario
El término de Contrarreforma tiende cada vez más a irse despojando de la vieja beligerancia reaccionaria que le atribuyeron los historiadores alemanes protestantes. Desde la obra de Jedin (1957), la historiografía de los últimos años, tanto italiana (Morandi, Cantimori, Da Rosa, Molinari, Zoli, etcétera), como la española (Ricardo García Villoslada, entre otros) ha desencadenado toda una ofensiva para testimoniar que la tan peyorativa Contrarreforma fue, ante todo, un movimiento de regeneración de la Iglesia romana, que se iniciaría en la España de la segunda mitad del siglo XV y que culminaría con el Concilio de Trento.
En este esfuerzo reindivicativo de la Contrarreforma destaca un afán por oscurecer la vertiente dogmática de la misma, primando aspectos jurídicos o pastorales de la mejor imagen progresista. En cualquier caso, es evidente que la Contrarreforma implica todo un cambio en el modelo de sociedad que va más allá del pensamiento teológico.
El Concilio de Trento, además de la fijación de todo el dogma católico frente a las herejías protestantes, supuso la imposición de un rearme ideológico y moral de la sociedad. Los Manuales de confesiones de Martín de Azpilicueta o de Jaime de Corella, por citar sólo algunos de los más conocidos, son testimonios de esta decidida voluntad eclesiástica de controlar severamente las conciencias. Se da una visión del mundo absolutamente pesimista dada la omnipotencia del pecado. El confesor se erige en juez, maestro y médico.
Trento promocionó el papel de los párrocos y convirtió a los obispos en las máximas autoridades religiosas, poniendo en cintura a los hasta entonces autónomos conventos y monasterios. Se racionalizaron las órdenes religiosas suprimiendo algunas y fusionando otras, con no pocos esfuerzos y resistencias, como las que suscitaron las fundaciones de santa Teresa. Crecerán las monjas y disminuirán los frailes hasta la práctica homogeneidad de sexos. La parroquia se erigió en la unidad básica de la administración eclesiástica. El párroco tenía que tomar nota de todos los bautismos, casamientos y entierros, tenía que predicar todas los domingos y enviar a los niños a la catequesis. Pero la Contrarreforma no sólo se dejó sentir en el clero. Instituciones como la familia se vieron notablemente consolidadas. Trento dio carta de naturaleza sacramental (unidad e indivisibilidad) al matrimonio; apostó claramente por los intereses de los padres al impedir matrimonios clandestinos y penalizando las relaciones prematrimoniales. La teología jesuita de fines del siglo XVI se planteará la problemática del fracaso matrimonial e incidirá en la importancia del sexo cargando el énfasis en el análisis de la compleja casuística de la alcoba matrimonial. Se controla el uso de los juramentos y votos, se vigila la frecuente tendencia a las blasfemias y maldiciones, se subraya la obligación de guardar las fiestas.
La mayor efectividad de los mensajes religiosos contrarreformistas se produjo por la vía de la escenografía, de las procesiones masivas y la parafernalia de las fiestas. La gran ocasión de exaltación del sentimiento religioso lo constituyen efectivamente las procesiones, que se dotan de un mayor aparato ceremonial, a la vez que amplían su frecuencia.
La fiesta religiosa que promocionó particularmente Trento fue la del Corpus. Otras fiestas religiosas con solemnes procesiones fueron la Asunción, la Inmaculada Concepción, Cuaresma, Semana Santa, con particular relevancia el Domingo de Ramos, el Jueves y el Viernes Santos y el Domingo de Pascua. La promoción de la religión contrarreformista implicó la creación de nuevas fiestas religiosas como la del Angel Custodio (el 29 de septiembre de 1609), la instauración de San José como fiesta importante de precepto (inicialmente lo fue el 2 de marzo), el tráfico de reliquias y un sinfín de beatificaciones y canonizaciones (en 1622 fueron canonizados, entre grandes fiestas, al mismo tiempo, santa Teresa, san Ignacio de Loyola y san Francisco Javier).
Tuvieron extraordinario éxito las vidas de santos, como las de José Sigüenza (Vida de San Jerónimo), Quevedo (Vida de Santo Tomás de Villanueva), Tirso (Historia de la Orden de la Merced), de Alonso de Villegas y el padre Rivadeneyra (Libro de las vidas de Santos), mientras la Iglesia española desencadenaba una actividad frenética para lograr beatificaciones o canonizaciones de sus hijos predilectos. En el siglo XV sólo se canonizó un santo; en el siglo XVI, otro; por el contrario en el siglo XVII se beatificaron 23 personas y se canonizaron 20; mientras en el siglo XVIII sólo se beatificaron significativamente 16 personas y se canonizaron nueve. El providencialismo hispánico alcanzó su techo en el siglo XVII.
El gusto de la sociedad del Seiscientos por lo truculento, el más allá, lo supersticioso, aunque de vena ciertamente popular, fue cultivado y dirigido por la elite y forma parte, en su dimensión precisamente menos culta, del entramado estético-ideológico de obras tan representativas como El burlador de Sevilla, El condenado por desconfiado y La devoción de la Cruz, o los extraordinarios romances de Lisardo, el estudiante de Córdoba, que conocieron una inmensa popularidad.
Rafael Carrasco ha estudiado agudamente la inflación milagrera del siglo XVII, que generó a finales de siglo la frecuente impresión de Relaciones descriptivas de los mismos. Entre 1577 y 1599 el número de estas Relaciones asciende a 13; en el siglo XVII, a 150, que describen un total de 118 milagros. También, a partir de 1560, asistimos a una impresionante reactivación de los santuarios y ermitas, en función de un singular despertar de la memoria colectiva respecto a determinadas devociones. Aparecen, por doquier, cofradías que aseguran el éxito de los nuevos centros de devoción.
Ante la religión popular desbordada en el Barroco la Iglesia no adoptó una actitud unilateral. Se intentó censurar algunos ritos ancestrales propiciatorios de carácter estacional y de raíces paganas como los de los goigs catalanes -poemas en honor de divinidades locales-, limitar las procesiones climatológicas o epidemiológicas y poner trabas al teatro y a fiestas populares como las corridas de toros, bailes y máscaras y, sobre todo, el Carnaval, que desde 1560 fue periódicamente reprimido. Pero nunca se forzó la situación, quizá por las consecuencias que pudieran tener las fuertes resistencias populares, quizá porque se tuvo la suficiente lucidez para saber que la tradición religiosa (supersticiones, fiestas paganas...) podría servir de válvula de escape, si se la sabía integrar en el barroco ceremonial católico.
En todo caso, la Iglesia persiguió y procesó, a través de la Inquisición, casos patentes de histeria religiosa. La Inquisición persiguió a las falsas beatas, censuró los falsos prodigios y prohibió muchos cultos espontáneos y populares surgidos sin autorización o sospechosos de contener elementos supersticiosos. Así, en 1635 estalló en Córdoba el escándalo del famoso eremita Juan de Jesús. Compareció en un autillo particular celebrado en el convento de las Dominicas de Jesús Crucificado, en el que se le condenó a abjuración de levi y a la reclusión perpetua en el convento del Jardín, por "fingiente, hipócrita, alumbrado". Se dijo que desde Madrid, "la persona más alta que se pueda pensar" -entiéndase: Olivares-, había exigido que se concluyera la causa con rapidez y discreción, pues el eremita había tenido revelaciones políticas. También fue en 1635 cuando la Inquisición mandó prender a la famosísima beata de Carrión, la cual fue llevada desde su convento hasta Valladolid, a pesar de sus muchos años y de estar gravemente enferma -de hecho, moriría antes de que concluyera la causa-. El padre jesuita que dio la noticia a sus colegas de Madrid insistió en el descontento popular hacia la acción del Santo Oficio, juzgada excesiva e injustificada, mayormente tratándose de una anciana tan delicada y tan universalmente venerada por sus virtudes y santidad. El jesuita cuenta los numerosos prodigios que acontecieron en Carrión cuando la partida forzada de la beata y a lo largo de todo el camino -curó a muchos enfermos e hizo varios milagros extraordinarios- y también la enorme muchedumbre que salió a acompañarla desde Carrión hasta Valladolid. Podríamos citar otros muchos ejemplos similares. Pons Fuster ha estudiado el caso de los supuestos milagros del valenciano mossen Simón y la presión popular -frustrada por la actitud racionalista de la Iglesia en pro de su beatificación.
Entre los papeles del Santo Oficio del siglo XVII abundan los ejemplos de estos personajes, más femeninos que masculinos, quienes producían de vez en cuando algún milagro, edificaban a cientos de devotos con su santa vida, sus éxtasis y sus visiones, acusados de estafa y abuso en materia de cosas sagradas. A la inversa, muchos, irónicos o vagamente incrédulos, tuvieron que comparecer ante los inquisidores por haber negado la existencia de los milagros. En definitiva, la Iglesia osciló entre la interesada promoción de la tradición religiosa (supersticiones, fiestas paganas...), consciente de que podía servir de válvula de escape si se sabía integrar en el básico ceremonial católico, y las amonestaciones racionalistas ante casos flagrantes de ilusión psicopatológica.
La ortodoxia de la espiritualidad ascética y mística en los siglos XVI y XVII fue siempre de difícil percepción. La diferencia entre los heterodoxos alumbrados y los ortodoxos recogidos, pese a los esfuerzos de Melquíades Andrés, no queda muy clara. En el siglo XVI el alumbradismo fue un fenómeno exclusivamente castellano que nació, según Márquez, hacia 1519 en un círculo cuyos radios se remontarían al norte hasta Valladolid y al sur hasta Toledo y cuyos núcleos básicos fueron Toledo y Guadalajara. Una segunda ola de alumbrados es lo que florece hacia 1570-9 y una tercera, en el siglo XVII, se extiende a Sevilla y Valencia.
El quietismo, en contraste con el alumbradismo, no sería condenado hasta 1687 a través del proceso a Miguel de Molinos, que moriría en 1696 tras nueve años de estancia en las cárceles inquisitoriales de Roma. La Guía de Molinos, por cierto, tuvo un éxito editorial inmenso: ediciones en Roma (1675), Madrid (1676), Roma, Zaragoza y Venecia (1677), Venecia (1683), Sevilla (1685)...
Un testimonio de febril religiosidad fueron las beatas en los siglos XVI y XVII. Si las alumbradas castellanas del siglo XVI (Isabel de la Cruz, María Cazalla, Francisca Hernández...) pertenecieron a sectores sociales elitistas, las beatas valencianas del siglo XVI y XVII son de extracción popular. La beata puede definirse como la mujer que viste hábito religioso y vive con recogimiento, sin pertenecer a ninguna comunidad. En la Valencia del siglo XVI se conocen múltiples casos de emparedamiento de mujeres -encerramiento entre cuatro paredes- libremente aceptado.
En las beatas es bien patente la influencia de sus confesores y maestros de espíritu, y su dedicación a la comunión frecuente y a los puritanismos corporales. El espiritualismo maravillosista fue muy promocionado desde determinados sectores de la Iglesia, en clara mixtificación con las supersticiones populares. El famoso tañido de las campanas de Velilla (Zaragoza) desde 1601, como supuesto milagro previsor de que está a punto de suceder algo aciago en España y justificado porque los ángeles fundieron el metal de la campana echando en la mezcla una de las 30 monedas entregadas a Judas por denunciar a Cristo, fue avalado por teólogos ilustres como el padre Guadalajara, aunque desde 1686 deja de producirse el milagro, cuando la presión social remite. ¿Y qué decir del famoso milagro de Calanda de 1641? La supuesta reproducción milagrosa de la pierna cortada de Miquel Pellicer, en plena guerra contra Cataluña, sirvió para promocionar la figura del rey, que llegó a desplazarse a Zaragoza para besar la pierna de Pellicer y, de paso, hacer emerger la basílica del Pilar frente a la Seo. El templo del Pilar, relanzado en 1678, está en perfecta relación con la ola mariológica y milagrera. La religión ciertamente era materia de Estado. El nacional-catolicismo en el siglo XVII, tras las reticencias del siglo XVI, parece consolidarse "porque no poseen los monarcas españoles palmo de tierra en esta posición que no ayan adquirido por particular milagro". Como dice Felipe III, "la prima obligación es que las materias de Estado se ajusten con los preceptos de la ley divina".